Rosaura la bella encantada.(La Iruela)

ROSAURA LA BELLA ENCANTADA

En una noche de frío sonó el aldabón de la puerta y su eco llegó hasta la espaciosa
sala débilmente iluminada por un candil. Las dos mujeres sorprendidas por la
llamada se inclinaron desde el sillón en el que estaban sentadas al calor del brasero y
giraron su mirada hacia la puerta, a través de la cual ya aparecía Tarsilia, la
sirvienta.
-Es un hombre-dijo acercándose con su lamparilla oscilante en la mano- que desea
ver a la señora. Dice que trae noticias del señor.
Al escucharla, se levantaron precipitadamente.
– Dice- continuó Tarsilia- que ha caminado muchos días hasta llegar aquí, y que es
muy importante el asunto que trae.
– Hazle pasar- ordenó la señora.
Doña Elvira era de estatura regular y, ya metida en la segunda edad de la vida
todavía, reflejaba en el rostro la belleza de antaño. Vestía largas enaguas de rica tela
y en el busto se cruzaba una pañoleta con la que se resguardaba del frío que producen
los años. Recogía su pelo ya grisáceo de manera sobria en un rodete.
La otra mujer, más joven, era como una delicada flor. Su rostro, de suaves líneas, se
enmarcaba en el reflejo de una cabellera de bucles dorados. Sus ojos mostraban la
primavera de la vida y sus manos eran finas y delicadas.
Pronto regresó de nuevo la sirvienta alumbrando al visitante. La inmovilidad y el
silencio absoluto reinaron durante unos instantes. El hombre, que vestía un grueso
paño que en tiempo fuera flamante equipo militar, mostraba un rostro curtido por
días y noches pasadas a la intemperie.
Calzaba unas botas que hacían retumbar sus pasos por las estancias. Su pelo
revuelto, sus ojos inexpresivos y sus brazos desplomados a lo largo del cuerpo le
daban el aspecto de un hombre rendido por la fatiga y el desaliento.
Tarsilia permanecía algo alejada, como una estatua inmóvil con su lamparilla en la
mano. Era una de esas mujeres de edad indefinida. Su cuerpo encorvado, sus manos
pequeñas, su nariz y su rostro aguileño con ojos pequeños y de viva mirada daban la
impresión de cierto misterio.
El silencio fue roto por la voz inquisitorial de doña Elvira: ¿podéis explicar que
misión tan importante y tan urgente es esa que os trae hasta aquí?- dijo.
– Señora- contestó él- vengo de la lejana frontera donde la cruz y la media luna
cruzan sus espadas. En un duro combate, la muerte se hizo señora del campo,
dejándolo lleno de hombres sin vida. Caí herido de un fuerte golpe en la cabeza y
permanecí sin sentido no sé cuantas horas. Cuando desperté quise salir de allí.
Anduve de trecho en trecho cambiando la ruta para no pisar a los muertos cuando vi
un hombre que se arrastraba. Acudí en su ayuda y pude ver en su rostro la mirada
mortecina. “ No tengo fuerzas, y siento la muerte muy cercana”- dijo. Haciendo un
gran esfuerzo llevó su mano a su pecho y sacó un medallón. Toma, me dijo. Lo acercó
a sus labios y mientras lo besaba me pareció oír el nombre de Rosaura. Sacó un
paquete de su bolsillo y lo depositó en mi mano, diciéndome que en aquellos papeles
ponía dónde tenía que entregar el medallón. Luego sus ojos se cerraron para siempre
y yo recé por su alma. Caminé durante el resto de la noche y el día me sorprendió
lejos de esos campos ensangrentados. Llegué a un pueblo donde pude reponerme, y
desde allí, tras coger fuerzas, seguí camino día tras día sin otro deseo que el de
cumplir lo que me había encomendado aquel cristiano. Tomad señora.
Doña Elvira permaneció quieta, callada, mientras Rosaura se hundió la cabeza
entre sus manos que fueron regadas por las lágrimas.
***************************
Hacía varios años que don Rodrigo y doña Elvira se habían casado según habían
acordado sus familias. Unieron sus vidas y sus haciendas, pero no su sangre en los
hijos que hubiesen sido el vínculo de unión entre ellos, ya que Dios les negó
descendencia.
Ella se había criado entre las recias paredes de su noble casa familiar, ajena a todo
aquello que no fuera la alcurnia de su linaje. Había dejado crecer en su corazón
egoísmo y desprecio hacia todo lo que no fuese próximo a su mundo. Solo una
persona de inferior posición a la suya gozaba de su aspecto y simpatía, y era
Tarsilia. Había sido su sirvienta de niña, y cuando se casó, la llevó consigo.
Don Rodrigo, de tanta nobleza como doña Elvira, tenía un carácter mucho más
alegre. Era fácil verle cabalgando en su caballo, recorriendo los campos, y charlando
con todos. Nadie que se acercara con necesidad a las puertas de su casa se iba con las
manos vacías. Pero como donde hay virtud establece cerco la tentación, don Rodrigo
se rindió a ella.
******************************
Bella y hermosa era la joven que todos los días acudía a la hondonada del Arroyo
del Hocico para lavar la ropa con el agua de la Fuente de los Moros, en verano, o
las heladas aguas que bajaban de las cumbres de la Cuerda de las Moras. El
Peñón de las Lavanderas se había vestido muchas veces de blanco con las telas de
fino lino que ella había lavado. Y allí fue donde Don Rodrigo se fijo en ella y
acudía cada tarde para saciar su sed…, hasta que el delirio de una noche de verano
engendró una yema que al abrir en primavera se convirtió en rosa fragante y lozana.
Así era Rosaura.
******************************
A la llamada de las campanas se iban congregando los vecinos de La Iruela en la
explanada que se extendía entre las murallas y la Iglesia de Santo Domingo. De
corrillo en corrillo se comentaba la noticia de los amores habidos entre Don Rodrigo
y Elena, la lavandera, y las habladurías también llegaron a la Casa Grande.
La Casa Grande era una sólida mansión construida sobre una espaciosa roca
cortada a pico para abrir la calleja que del templo la separaba y que servía de acceso a
otra pequeña explanada que había ante la puesta sureste. Una amplia escalera
hecha en la propia roca y separada solo por esa estrecha calleja, ascendía hasta la
casa de los padres de Don Rodrigo.
Para evitar más comentarios, se acordó precipitadamente la boda de los jóvenes; y al
poco tiempo doña Elvira ascendía por aquella escalinata del brazo de Don Rodrigo.
La gran alegría que supuso la boda para ambas familias no duró mucho, pues al poco
tiempo los padres de Don Rodrigo, ya muy mayores, murieron. Entonces el luto se
impuso y las grandes y pesadas puertas de la Casa Grande se cerraron.
Pasó el tiempo, y tan solo de vez en cuando se veía a la sirvienta Tarsilia cruzar
como una sombra tras los gruesos hierros de las ventanas. En una de las estancias
perduraba el mortecino resplandor de una lucecita casi hasta la madrugada. Era la
estancia de Tarsilia, y el vecindario comentaba que se dedicaba a practicar la
nigromancia. Incluso hay que dice que la vió hacer signos cabalísticos desde la
ventana y la escuchó rezar extrañas oraciones.
**************************
Mientras tanto, la joven Elena había huido al campo para evitar la vergüenza de
su deshonra, y allí fue criando a su hija hasta que una grave enfermedad la llevó a la
muerte.
*************************
Tenía la Casa Grande un largo y espacioso mirador que daba a una pequeña
plazoleta en la que había una fuente, y allí acudían las jóvenes a por agua, y a
charlar o pasar un rato. Don Rodrigo solía ver desde allí los atardeceres escuchando
la alegría y el revuelo de las mozas, que le traían el recuerdo de Elena.
Una de esas tardes las palabras de las mozas llegaron a sus oídos y Don Rodrigo
aguzó el oído.
– Rosaura nació por el mismo tiempo que mi hermana pequeña.
– Dicen que es tan buena la pobre y que Leonor se quedará con ella como si fuese una
hija.
– ¡Pobre zagala! Me han dicho que su madre al morir le reveló el nombre de su
padre.
– Sí, y que le dio un medallón que Don Rodrigo le había regalado a la lavandera.
Aquella fue una noche larga para los dos esposos y doña Elvira quedó enterada de
todo por el propio don Rodrigo. Su orgullo y su soberbia no eran capaces de
comprender a su esposo, que había dado orden de preparar su caballo para salir
temprano a la mañana siguiente.
**************************
Tres años hacía que Rosaura fuera a vivir con su padre, recibiendo de él mimos y
cuidados que contrastaban con la frialdad y la hosquedad de doña Elvira. Sin
embargo, con el tiempo la compañía, la dulzura y las mil atenciones que Rosaura
dedicaba a su madrastra empezaron a ablandar su corazón.
Así las cosas un día pregonaron por las calles de La Iruela una leva para combatir
al sarraceno, y Don Rodrigo tuvo que partir. Si breve y fría fue la despedida de
doña Elvira, dolorosa y llena de ternura fue la de Rosaura. Al tiempo del adiós
ambos se abrazaron y la hija colgó a su padre un medallón.
Pero la noticia de la muerte de Don Rodrigo y los documentos que nombraban a
Rosaura heredera de todos los bienes, volvieron a encender el sentimiento de
desprecio hacia Rosaura por parte de doña Elvira. Y fue, sobre todo, el amor que
nació entre el visitante y la joven lo que más molestó a la señora. Nacieron los amores
de resultas de las visitas que el joven había hecho para dar detalles a la dama.
Una tarde, terminada la visita, al besar las manos de las damas, el joven dejó una
nota en la de Rosaura, indicando la hora y el sitio para una cita. Y la infeliz acudió
enamorada sin saber que Tarsilia la seguía.
Muchas noches pasó el enamorado esperando sin respuesta. Y muchas noches de
insomnio pasó Rosaura encerrada en su celda y bien vigilada por las dos mujeres.
Una noche en que las estrellas, sin prisa por recorrer su ruta, parecían esperar a su
reina, la Luna, para sembrarle de perlas el camino… Una noche en que el rojo de
las llamas ponía fuego en las mejillas y en las almas… Una noche en que las brujas
salen a pasear para regocijarse viendo amores castigar… Una noche de San
Juan… Al dar las doce campanadas que avisan a las silenciosas lechuzas que es
llegada la hora de chistar a las brujas que vean pasar…
Una noche de San Juan,
doña Elvira y Tarsilia a Rosaura escolta dan.
Caminan amparándose en las sombras,
en busca de la fuente donde la madre de Rosaura solía lavar.
¡ Triste es el nocturno cortejo que caminando va!
Doña Elvira, diligente, baja por el estrecho camino que conduce a la fuente.
Rosaura, con la voluntad anulada por el bebedizo que Tarsilia antes le diera, no
sabe que su ansia de amor la convertirá en encantada.
Han llegado al lugar. Tarsilia alza la vista buscando a la silenciosa lechuza y a las
dos brujas que como testigo deben estar. Coloca la vela encendida en el centro de un
puñado de sal esparcida sobre una escudilla. Traza signos cabalísticos sobre el aire y
la sal. Fija sus ojos sobre la mirada de la inmóvil Rosaura, que está ajena, y
asiéndola de las manos dice con gran solemnidad:
¡Al mezclarse la cera
con los granos de sal
perderás la materia
y encantada serás!
Soltó las manos de Rosaura. Lanzaron sus gritos las brujas, batió sus alas la
lechuza, y al apagarse la vela Rosaura quedó encantada.
Aún se recuerda en La Iruela a Rosaura. Hay quienes dicen que todavía sale a
los caminos, calles y plazas en busca de su joven enamorado. Pero es tal su belleza,
que quien la encuentra en su camino, ya no vuelve.

Deja un comentario