Una leyenda cazorleña de 1950

Una leyenda cazorleña de 1950

Cuentan nuestros queridos paisanos Don Medardo Láinez y Don Miguel Palomino en sus “Leyendas y Tradiciones Cazorleñas” insertas en un capítulo del libro “El Adelantado de Cazorla”, algunas de las más salientes referentes a la historia de nuestra en sus diferentes épocas. Lo que me extraña es, que por su edad, y por su contacto más directo que el mío con el que esto me contó, haya escapado a la docta pluma de Don Medardo, la siguiente: Un día de los más calurosos del mes de Julio, allá por el año 1941, tuve necesidad de bajar a una huerta, propiedad de un familiar, en ocasión de hacer madera de unos árboles que el viento había arrancado de raíz. Dichos árboles estaban situados a la salida de una fuentecilla más que natural, formada por unas filtraciones de riego; al menos así lo parece. Llevaba en arrendamiento dicha huerta Manuel Fernández Romero, (q.e.p.d.).

Sentados junto a la poza o pila que dicha fuente forma y después de ofrecer un cigarrillo a , mientras afilaba el hacha, para dar comienzo al trabajo, me dijo lo siguiente: Si las piedras hablaran, conoceríamos una de las historietas más verídicas que la luz del Sol. Era Manolico, alto de cuerpo, un poco chepado por las campanadas de los años y las fatigas del trabajo, (que no abandonó hasta dos o tres días antes de su muerte) de genio alegre y dicharachero, gran socarrón, y si a esto unimos su rostro de nazareno, tendremos hecho del retrato de aquel hombre singular que, dentro de su formalidad para el cumplimiento de su palabra, se inventaba las más extraordinarias historietas, al final de las cuales él mismo las creía como verdad:

Corrían los años en que el gran imperio napoleónico, había extendido sus dominios a España y a nuestra , no había escapado a los zarpazos del Coloso prestando su apoyo moral y material en aquella guerra de Independencia que tanta gloria nos dio. En esta fuente, me dijo, se hallaba el general o comandante en jefe francés, encargado de dar el último asalto por sorpresa a nuestra ciudad, ya que el camino de entrada era el de la Luz. Allí tenía reunido a su Estado Mayor mientras preparaban una suculenta cena y se jactaban del número de cazorleños muertos aquel día. La Providencia hizo que una mocita joven, casi una niña, bajara a llenar un cantarillo de agua a la fuente y oculta entre la maleza del bosque, pudo oír lo siguiente:

“Mañana, al amanecer, sabrán los cazorleños lo que es bueno”. Mientras nuestros soldados atacan y distraen fuerzas por la Luz y el Castillo, el grueso del ejercito, río arriba, acampará entre los jarales; las minas que están colocando ya los nuestros, volaran la Plaza de Santa María, entonces, caeremos sobre ellos y no les librará ni su Cristo del Consuelo. Pero Éste, que abiertos sus brazo siempre clementes, oía las súplicas de los cazorleños, frustro sus planes. Dejó la mocita el cántaro y fue a dar aviso a su anciano padre, el cual, amparado por la oscuridad de la noche, que había tendido ya su negro manto con anuncio de tragedia, fue a comunicar con los nuestros.

Una docena de mozalbetes, de los más esforzados, llegaron a donde la niña les indicó haber oído aquel relato. Cual no sería la sorpresa de aquellos indígenas al poder comprobar por la conversación, que en efecto, se trataba del Estado Mayor francés que en sitio tan apartado y solitario se había reunido para tramar los planes de ataque y destrucción, por sorpresa, de nuestra Plaza de Santa María, que era el núcleo de resistencia por aquel entonces, ya que desde el , los nuestros, mantenían a ralla a las huestes napoleónicas, muy superior en número.

Continuaron ocultos en aquella maleza cosa de una hora, al cabo de la cual, un fanfarrón brindó por el triunfo del día siguiente. Terminado el brindis y servida que fue la cena, no bien habían comenzado, cuando nuestros doce, cayendo de improviso sobre los comensales con sus garrotes y arcabuces, causaron tal estrago y estropicio, que uno de ellos, quizás el jefe, hubo de exclamar: ¡Amarga cena! Y desde entonces, es conocida dicha fuente situada en la orilla izquierda de nuestro río Cerezuelo, por la fuente de , como impropiamente aún la siguen llamando nuestros labriegos y hortelanos de la Ribera o Camino Estrecho; y digo impropiamente, porque en realidad debería ser llamada pero ellos, quizás por no formar una palabra compuesta, por sintetizar, la llaman así.

A partir de aquel desastre, contemporáneo al de Bailén, el poder de en nuestra Patria Chica, desaparece. Los soldados, faltos de sus jefes, huyen a la desbandada no sin dejar abundante botín y de caber a nuestros serranos el orgullo de haber destrozado a todo un Estado Mayor y de haber librado de la completa ruina uno de los más bellos monumentos Renacentistas; nuestra Iglesia de Santa María. A este relato, muchas veces repetido, unía esta coplilla más o menos retocada:

.
Acampada estaba el
Una noche hacia las diez,
A orillas del Cerezuelo
Para sus planes hacer.
La fuente de
Gran susto le dio al francés;
Una mocita morena
Fue el origen del revés.
Dando aviso a los serranos,
Sobre ellos doce cayeron,
Con garrotes y arcabuces
Matan a los inhumanos,
Que con pretexto de hermanos,
A nuestra Patria invadieron.
Cazorla libre del yugo,
Baja hasta Santa María;
Saca al Cristo del Consuelo
Y le lleva a San Francisco.
Los doce van en cabeza;
El pueblo los vitorea
Y celebra la proeza;
Y la mocita morena
Heroína de
Muérese de la emoción
Al ver en la procesión,
Su pueblo, libre de pena.

Si es historia, leyenda o tradición; no lo sé. A mí, me lo contó aquel hombre octogenario que decía habérselo oído contar a sus antepasados, poniendo en ello un énfasis que admiraba; yo solo transmito lo que oí contar.

Título:“Una leyenda cazorleña”. Autor: Ramón López Amador .Año 1950
Publicado por ABRAHAM LÓPEZ MORENO

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