Leyenda de la Tragantia (Cazorla)

LA TRAGANTIA.
Un día en que la primavera de Cazorla estaba próxima a su extinción para dejar
paso al verano, en un año de incierta localización, llegó el aviso a través de las torres
de vigilancia de que el arzobispo de Toledo se encontraba con sus huestes a menos de
jornada y media de adentrarse en tierras cazorleñas. El suceso, gracias a los
informadores, se encontraba dentro de las previsiones y simplemente corroboró la
desazón de las tropas musulmanas. El gobernador de la plaza, que popularmente se
conocía como rey, una vez confirmado el aviso, vio cómo sus súbditos comenzaban a
formar una hilera humana que con sus más valiosos enseres a cuestas se alejaban
cabizbajos y en silencio hacia las afueras de Cazorla, en dirección al camino de
Quesada que les ofrecería más seguridad y refugio.

El rey sabía perfectamente qué estaba ocurriendo. Quiso evitar un baño de sangre
entre los pobladores de Cazorla como ocurriera años atrás en poblaciones vecinas que
se resistieron al asedio de las tropas cristianas. Ante la defensa tenaz no tuvieron
ningún reparo los acometedores y quemaron viñas, destruyeron campos sembrados y
esquilmaron huertas.

No contentos con estas acciones y como marcaba el espíritu bélico soliviantado,
talaron árboles de los alrededores y embadurnados en brea fueron prendidos para
quemar el pueblo. Las gentes huyeron despavoridas y fueron perseguidas hasta
sembrar la ruina y la desolación. Él no quería arriesgar a sus súbditos y menos a su
preciado tesoro: su hija.
El rey de Cazorla, una vez que supo la noticia de la cercanía de las tropas
enemigas, organizó con prontitud la salida de los habitantes hacia lugares más
seguros para esperar si el asedio era tan sólo transitorio y se pudiese regresar en el
futuro, como en otras ocasiones había sucedido. El rey sería el último que
abandonase la fortaleza para asegurarse que todo quedaba controlado, como él había
ordenado. Los caballos de las tropas relinchaban impacientes bajo los jinetes
aguerridos que acataban con disciplina militar la orden de su superior. Hubiesen
preferido batirse en el campo de batalla o en la defensa de la fortaleza pero la cabeza
y no el corazón les indicaba que el peso de cada una de las tropas era desigual. Para
los cristianos era un avance importante y para ellos tan sólo una estrategia de cara a
un posterior enfrentamiento.

El rey divisó la quietud de la campiña desde la parte más alta de la torre del
homenaje y apreció el dolor que le causaba la visión del silencio inquietante. Como
signo premonitorio varios grajos graznaron a su izquierda, levantando el vuelo hasta
posarse en la ladera situada cerca del castillo donde el eco repetía un desafinado
canto de cornejas. Dio la orden y salieron las últimas tropas por la ladera de la
fortaleza más cercana al río. Los ojos vidriosos de algún lugarteniente escondían la
tristeza y la inquietud de la tropa que enfilaba el camino de Quesada. El ambiente
de mudez y congoja se quebró en un instante nada más comenzar la partida cuando el
zumbido cortante de un tiro de ballesta alcanzó al rey, que fue lanzado fuera de la
caballería al suelo. La punta de flecha le atravesó el cuello y lo hirió mortalmente.
Intentó articular una palabra, sin que ello fuese posible, asida su mano fuertemente
a la de su lugarteniente y dirigiendo sus ojos desorbitados y moribundos hacia la
fortaleza. Murió con una imagen en el rostro más allá del dolor, como si hubiese
guardado un gran secreto sin poder transmitirlo en ese último instante.
Los tropas cristianas que llegaron durante la noche de San Juan, adelantándose en
una jornada a lo previsto, no arrasaron con las construcciones, ni campos; sino que
arribaron con un contingente de repobladores manchegos, murcianos, levantinos,
incluso del lejano reino de Navarra, que tomaron posesión de los hogares
abandonados, de los campos, de las huertas y regadíos. Al poco tiempo ondeaba sobre
la torre del homenaje el pendón de las tropas cristianas. Las tropas cristianas
llegaron para quedarse. Mientras, bajo la losa que cubría la entrada a los bajos
humedales del castillo la hija del rey moro que había quedado protegida en aquel
remoto escondite hasta que pasase el asedio sentía miedo. Intentaba recobrar el
ánimo con las palabras de su padre que le prometió volver nada más terminar el cerco
cristiano a la fortaleza.

Sin embargo, el miedo la embargaba, sin poder oír nada más que el goteo de las
perforaciones acuáticas y los sigilosos pasos de los pequeños roedores, que acudían
atraídos por las viandas allí almacenadas para la subsistencia de la doncella en su
periplo subterráneo. No podía gritar, porque nadie la oiría en tal encierro.
Sus oídos se aguzaron en la esperanza de que algún sonido delatara la presencia de
un ser humano. El silencio y la oscuridad no le permitían distinguir el paso de los
días y las noches y su cabeza cada vez se sentía más atrapada en la lobreguez de
aquella tumba oscura y extensa. Decidió aceptar con entereza la muerte inevitable y
falta de fuerzas calló presa de un largo y derrotado sueño, lleno de pesadillas en las
que le besaban la boca reptiles de lengua bífida y fría.
Se despertó asustada cuando notó un picor que le subía por las piernas hacia la
cintura como si careciese de articulaciones. No las sentía. Estalló en un grito casi
inhumano cuando palpó con las manos sus extremidades inferiores y le devolvieron
un tacto frío y áspero que le asqueó por su textura de escamas. Creía vivir un mal
sueño y esperaba ser despertada por el abrazo de su joven amado, también huido
hacia Quesada, pero la realidad la enfrentó a una verdad insalvable y desgraciada.
Llegó a ser consciente de que no moriría y esa idea le creó más desazón aún. Había
perdido todo lo que humanamente se puede desear.

Ya no sintió hambre nunca más y comenzó a desplazarse con su larga cola parecida a
la de una serpiente por la oscuridad de las mazmorras como un lugar cotidiano, una
morada no requerida aunque aceptada con resignación. Su voz se transmutó en un
silbido mezclado con un ahogado grito de rabia y sus días y noches quedaron
atrapados de por vida bajo el castillo de la Yedra una larga noche de San Juan.
En la fortaleza las guardias de las tropas cristianas nunca eran cómodas porque
oían por la noche ruidos y lamentos que no lograban identificar en su procedencia.
Registraron las bodegas y los exteriores de las murallas que lindaban con éstas pero
tampoco hallaron nada. Los ruidos continuaron y hubo alguno de los vigilantes que
abandonó el castillo después de haber tenido extraños sueños de serpientes. A partir
de entonces se engendró la idea de un fantasma que moraba las mazmorras del
castillo.

Mientras, bajo la mole de piedra del castillo, la joven doncella anhelaba la luz del
día, que ya no pudo apreciar más. Gritaba de rabia al verse obligada a reptar para
poder desplazarse. Inevitablemente en ella creció el odio hacia los que consideraba
culpables de su desdicha y en el infortunio de su destino pedía la oportunidad de
vengarse. Sin ser consciente del paso del tiempo juró cobrar venganza en las
siguientes generaciones de quienes la condenaron a sufrir. Ellos sufrirían como por
desgracia le tocaba a ella. Tanto empeño puso en su deseo que logró romper en parte
su conjuro de encierro una noche de san Juan. Ese día se desató toda su ira
acumulada durante siglos, año tras año, casi segundo a segundo.
Hay quienes aseguran que la Tragantía aparece cada noche de San Juan por las
calles de Cazorla en busca de niños a los que devora, como venganza de aquel tiempo
remoto en que quedó emparedada en los sótanos del castillo. También encontramos
quien asegura que el lugar por donde aparece al exterior de la fortificación la mujer
con extremidades de serpiente es una cueva que está por el camino de Montesión que
se llama de la Tragantía.

Tal agujero en la piedra parece que brotó por el deseo contenido de la doncella, que
llegó a mezclarse con su odio. Se abrió una gruta en la pared de piedra cercana al
castillo por la lucha tan grande que en su interior mantuvieron su privación de
libertad y el deseo hacia el joven por el que antes de su reclusión estuvo enamorada.
Lo perdió para siempre hundida en su deseo eterno. La cueva se abrió en la pared
para que pudiera salir al exterior solamente la noche de san Juan. El resto del año
permanece cerrada, como si no condujera a ningún lugar.
El miedo fue la forma de venganza de La Tragantía. Si ella fue privada de la
libertad, del amor filial y del deseo; todas las generaciones posteriores de Cazorla
estarían condenadas a sentir el miedo, al menos una vez al año, como el que ella tuvo
que sufrir en su morada lóbrega.
Por eso en Cazorla escuchamos a menudo esta coplilla popular:

Soy la Tragantía,
hija del rey moro,
quién me oiga catar,
no verá la luz del día,
ni la noche de San Juan.

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